Si bien estudiar es una actividad que procuro ejercitar a menudo, y que nunca he querido abandonar, yo, como las personas que ahora tenemos más de 55 años, tuve la etiqueta oficial de estudiante hace unos cuantos años, concretamente en la década de los setenta y en la de los ochenta.
Fueron épocas de efervescencia en los institutos y en las universidades, con las primeras asambleas y manifestaciones, a las que, por otra parte siempre acudían las mismas personas. Algunas ni siquiera estaban en nuestros colegios o instituciones, sino que eran alborotadores “profesionales” que iban de un sitio a otro agitando a las fácilmente excitables masas que había entonces en ellas.
Antes de llegar a ellas, cuando aún íbamos en pantalones cortos al colegio, teníamos una época escolar que se llamaba la Educación General Básica, más conocida como el EGB, en la que uno estaba hasta el octavo curso, que coincidía, salvo excepciones, con la edad de catorces años cumplidos o por cumplir ese año.
Cuando se acababa ese ciclo tocaba decidir por primera vez en la vida el destino académico que uno quería elegir. Se trataba de caminos en esencia divergentes, porque aunque existía la posibilidad de converger más adelante, rara vez sucedía, y entonces estábamos ante una decisión que condicionaba la vida de uno de forma casi definitiva. Y como a esa tierna edad, no se tiene la facultad de tomar decisiones de ese calado, no ya legal, sino ni siquiera intelectual o conceptual, casi siempre eran los padres los que lo hacían por uno.
La elección era muy clara:
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Ciclo 1: Bachiller Unificado Polivalente (BUP) + el Curso de Orientación Universitaria (COU) y luego, previo aprobado de la Selectividad, llegaba la Universidad.
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Ciclo 2: la Formación Profesional, que entonces tenía dos niveles, FP I y FP II. Y los muy escasos estudiantes que querían engancharse al ciclo 1 podían hacerlo después.
Pues bien, era contados los casos en los que los padres elegían el segundo caso para sus hijos. Sé que no soy políticamente correcto en lo que voy a decir, pero quienes vivieron esa época sabe que lo que digo es algo que lo sabía todo el mundo. De alguna manera, ese segundo camino se elegía por exclusión del primero. Es decir, el que no valía para estudiar, se le enviaba a la FP. La cultura popular dictaminaba que el primer nivel societario lo daba la opción 1, mientras que el segundo quedaba reservado a aquellos que, para vergüenza de sus padres, no servían para otra cosa. Los padres contaban con la boca pequeña que sus hijos habían ido a la FP, y en los pueblos se hacían comentarios no precisamente positivos sobre un chico en caso de que hubiera ido a la FP. Se equiparaba la primera opción con valer para estudiar y la segunda con valer para trabajar, generalmente de forma manual. Ésa era la diatriba y lo que rezumaba el sistema educativo para los chavales que como yo, nos enfrentábamos a ese cruce de caminos en los años setenta.
Somos herederos como sociedad de nuestras decisiones. La tan denostada FP resultó ser un camino más que digno para mucha gente que se labró un buen futuro a costa de la misma, mientras las universidades se llenaban de gente que en muchos casos, bien no querían o no sabían estudiar. Sólo daré un dato: en la Escuela Superior de Ingeniería de Bilbao entramos al primer curso doce grupos de una media de 80 chavales por grupo. Pues bien, al año siguiente, en el segundo curso, los que superamos el primero no llenábamos ni tres aulas de la misma media. ¿Era una carrera difícil? Sí, muy difícil. ¿Había masificación? Sí, mucha masificación.
Todo esto que estoy contado tiene su corolario en el hecho de que las grandes empresas de entonces tenían sus propias escuelas de maestría, donde se educaban los chavales que luego trabajarían en ellas. Hasta mediados de los años 70, las escuelas de AHV, Babcock y La Naval, formaron técnicos cualificados. Estas personas han sido la mano de obra especializada que ha cubierto los puestos directos y mandos intermedios de profesiones “manuales” ligadas al mantenimiento industrial durante los últimos 45-50 años. A comienzos de los años 80, Europa, con la reconversión industrial del sector siderometalúrgico y naval a la que obligó a España, propició el cierre y/o reconversión de varias de esas empresas emblemáticas (Altos Hornos, Euskalduna, La Naval, etc.) con la consiguiente desaparición de esos oficios como actividad propia de la empresa tractora, pasando a ser un servicio subcontratado. Todos esos trabajadores se fueron a la calle, a engrosar las listas del paro y los más afortunados se recolocaron en las empresas en los mismos o en otros trabajos.
No debemos de ningún modo minusvalorar el papel que la inmigración tuvo en el pasado siglo en las sociedades industriales españolas. Personas venidas de otras partes de España aportaron, con sus inteligencias naturales, y la cultura industrial a la que se adaptaron, una cantidad importante de mano de obra tanto en cantidad como en muchos casos en calidad. Personas venidas muy jóvenes, que si bien no traían una gran formación de origen trajeron lo mejor que se puede traer en estos casos: las ganas de trabajar y aprender. Y vaya que si trabajaron y aprendieron, contribuyendo de esta forma al oficio del que hablaremos después en la segunda parte de esta serie de artículos sobre la materia.
Para salir de aquella crisis galopante (el paro en Euskadi era del 20%, cifras nunca vistas por estos lares), en mi tierra se hizo una apuesta por los centros tecnológicos, parecida a la que se pide hacer ahora (no creamos que todo el tema de la digitalización y la tecnología es un tema de hoy). Las empresas empezaron a pedir otro tipo de profesionales, y la propia formación profesional empezó a incorporar otras especialidades que han llegado hasta hoy. Se incorporó el tercer módulo de FP, y se sofisticó la carrera, de acuerdo con el devenir de los tiempos. Y así hasta nuestros días.
Este problema que estamos describiendo se ha dado en todas las ramas de la Formación Profesional, pero especialmente en la mecánica. De alguna forma, la eléctrica-instrumentación se ha salvado de la quema. Se les llama en “Técnicos en…”, existe una actualización constante de conceptos y asignaturas, y se incorporan nuevos módulos a la misma. Pero la parte mecánica, de la que se nutre buena parte de nuestra industria no ha tenido esa reconversión. Se han apostado por varias fórmulas, casi todas fallidas y orientadas hacia la cooperación con la empresa sabedores que es ahí donde se encuentra el talón de Aquiles el sistema, y el resultado y las consecuencias son los que se describe a continuación.
Lo cierto es que la demanda de dichas profesiones ha seguido existiendo a pesar de las sucesivas crisis. Sin embargo la formación profesional reglada, no ha dado el nivel adecuado a profesiones “manuales” o “semi-artesanales”, con procesos y herramientas que no han cambiado.
Siguiente capítulo: Segunda parte-Consecuencias.